LA ORACIÓN SILENCIOSA DE MARÍA

24 noviembre 2020

OBSERVATORE ROMANO EDITORIAL

21 de noviembre de 2020

El Papa Francisco, en la audiencia del miércoles pasado, añadió con sus propias palabras: «En silencio, siempre en silencio. La oración de María es silenciosa. El Evangelio sólo nos dice una oración de María en Caná, luego no lo sabemos, pero siempre su presencia es una oración, y su presencia entre los discípulos en el Cenáculo es en oración. Así María da a luz a la Iglesia, es madre de la Iglesia».

María, en su vida en Nazaret, dice y narra el silencio, que es la palabra esencial, original y originaria del Verbo de Dios. La oración de María es poderosa, silenciosa, vigilante y atenta a las necesidades de las personas, como en las bodas de Caná.

Efrén el Sirio llama a Nuestra Señora «la silenciosa» y escribe en sus himnos de Navidad: «Cuando, pues, oigas hablar del nacimiento de Dios, permanece en silencio: ¡que lo que dijo Gabriel quede impreso en tu espíritu! Nada es demasiado difícil para esa excelsa majestad que se ha abajado por nosotros para nacer entre nosotros y de nosotros. Hoy María es para nosotros un cielo, porque lleva a Dios. Un gran maestro de la vida espiritual, el abad Beato Columba Marmión, comenta así la vida de María: «En este recogimiento interior vivía la Virgen María: el Evangelio dice que guardaba en su corazón las palabras de su divino Hijo para meditarlas:«Maria conservabat omnia verba hæc conferens in corde suo«(Lc. 2, 19); no se anduvo con rodeos, sino que, llena de gracia y de iluminación divina, bañada en los dones del Espíritu Santo, permaneció en silencio, adorando a su Hijo, contemplando el misterio inefable que se realizaba en ella y por ella, elevando a Dios un himno incesante de alabanza y de acción de gracias desde el santuario de su corazón inmaculado» (Dom Columba Marmion, El Cristo ideal del monje, pp. 375-384, passim).

Anthony Bloom, monje y obispo metropolitano de la Iglesia ortodoxa rusa, escribió: «Hay momentos en que no necesitamos palabras, ni las nuestras ni las de los demás, y rezamos entonces en silencio. Este silencio perfecto es la oración ideal, siempre que el silencio sea real y no una ensoñación. Tenemos muy poca experiencia de lo que significa el silencio profundo del cuerpo y del corazón, cuando la serenidad absoluta llena el corazón, cuando la paz total llena el cuerpo, cuando no hay agitación de ningún tipo y permanecemos ante Dios, completamente abiertos en un acto de adoración. Puede haber momentos en los que nos sintamos bien físicamente, y mentalmente relajados, cansados de las palabras porque ya hemos utilizado demasiadas; no queremos agitarnos y sentirnos bien en este delicado equilibrio; nos quedamos ahí, al borde de la ensoñación. El silencio interior es una ausencia de cualquier tipo de agitación del pensamiento o de las emociones, pero es una vigilancia total, una apertura a Dios. Debemos conservar el silencio absoluto cuando podamos, pero nunca debemos dejar que degenere en mero placer. Para evitarlo, los grandes autores de la Ortodoxia nos advierten que nunca abandonemos por completo las formas normales de oración, pues incluso aquellos que habían alcanzado este silencio de contemplación encontraban necesario, cada vez que corrían peligro de relajación espiritual, reintroducir las palabras de la oración hasta que ésta hubiera renovado el silencio. Los Padres griegos situaban este silencio, que llamaban hesychia, al mismo tiempo como punto de partida y punto final de una vida de oración. El silencio es el estado en el que todas las facultades del alma y del cuerpo están completamente en paz, tranquilas y serenas, concentradas y perfectamente alerta, libres de toda agitación» (Anthony Bloom, Prière vivante, Cerf, 1981).

El cardenal y santo John Henry Newman compuso esta hermosa oración, que nos lleva en un viaje espiritual al corazón de la Virgen del Silencio:

Oración a la Madre Silenciosa

María la Silenciosa,
que te lo imaginabas todo
sin hablar,
más allá de toda visión humana,
ayúdame a entrar
en el misterio de Cristo
lenta y profundamente,
como un peregrino que arde de sed
entra en una cueva oscura
al final de la cual oigo un suave chorro de agua.

Permíteme primero arrodillarme
al culto,
deja entonces llaves la roca
confiado,
y entra serenamente en el misterio.
Déjame saciar por fin mi sed
al agua de la Palabra
en silencio
como tú.
Tal vez entonces, María,
el secreto del Hijo Crucificado
me será revelado
en su inmensidad sin límites
y caerán imágenes y palabras
para dejar sitio sólo al infinito.

por Emiliano Antenucci