EL LENGUAJE DE DIOS

7 septiembre 2020

El silencio es el lenguaje de Dios y es el lenguaje del amor. Dios crea el mundo en el silencio, se encarna en el seno silencioso de una Mujer y redime al hombre en el silencio de una cruz. Las obras más grandes de Dios se hacen, bajo la sombra del Espíritu Santo y en silencio. La pregunta fundamental de la humanidad de todos los tiempos es ésta: «¿Dónde está Dios?». Dios no está en el estruendo, el caos, el ruido, sino, como en el caso del profeta Elías, «en la suave brisa del viento divino» (cf. 1 Re 19,12). El silencio es la matriz de la Palabra de Dios y es la «palabra» originaria y original de todas las palabras. Del silencio surge el habla, la escritura, el arte, la música, la poesía, la santidad y toda la belleza que Dios ha puesto en la tierra. El silencio es la «vacuna» contra la dictadura del ruido en la sociedad y la «cháchara» que a veces es el «deporte» más practicado, incluso en la Iglesia. Es esencial guardar silencio, escuchar la voz de Dios en nuestro interior, y también a nosotros mismos y a los demás. Callar para «rumiar» la Palabra de Dios y dar a los demás palabras auténticas, luminosas y llenas de esperanza.

El gran Papa Pablo VI escribió: «La primera manera de orar es estar en silencio. Nunca hemos hecho un lugar suficientemente digno para el silencio, para el recogimiento. El silencio se nos presenta de forma negativa, excluyendo el ruido, las palabras profanas, la falsa espiritualidad. Es una ascesis del espíritu que mutila, que poda el árbol de la vida espiritual de palabras inútiles, y tan severamente que a veces parece privarlo de su espontaneidad, de su vitalidad, de toda curiosidad, erudición, conversación, de su necesidad de expresarse, de su necesidad de comprender, de encontrarse con los demás, de comunicarse con los demás y de alimentarse de la comunicación de los demás. […] Debemos ser pobres de espíritu (Mateo 5:3), es decir, silenciosos, y concentrar toda la actividad espiritual en la palabra interior. Debemos aprender a callar, a recogernos, a estar solos, a adorar en silencio y a componer interiormente unas palabras dignas de Dios, a extasiarnos ante el eco de las palabras del Señor, a escucharlas, a repetirlas, a articularlas, a dejar que se instalen en el fondo del alma, para decantarlas luego de toda profanidad hasta que se vuelvan límpidas y consoladoras» (Meditaciones, Dehoniane. Bolonia, 1994, pág. 67).

El silencio es el lenguaje de Dios, el gemido de los santos, la colorida pluma de los artistas, la nota clave de los músicos, la suave brisa del viento, el canto de la naturaleza, el susurro de los ángeles, el latido del corazón, el último grito de los muertos. Miro a María, la Virgen del silencio, y pienso a menudo en las palabras de un místico: «El destino de la Virgen es callar». Es su condición, su camino, su vida. La suya es una vida de silencio que rinde culto a la Palabra eterna. Viendo ante sus ojos, en su seno, en sus brazos, a este mismo Verbo, Verbo sustantivo del Padre, mudo y reducido al silencio por la condición particular de su infancia, la Virgen se encierra en un nuevo silencio, donde se transforma a ejemplo del Verbo encarnado que es su Hijo, su único amor. Y su vida pasa así de un silencio a otro, de un silencio de adoración a un silencio de transformación. María calla, atenazada por el silencio de su Hijo, Jesús. Uno de los efectos sagrados y divinos del silencio de Jesús es que coloca a su santísima Madre en una vida de silencio: un silencio humilde y profundo que sabe adorar a la Sabiduría encarnada de un modo más santo y elocuente que las palabras de los hombres o las de los ángeles. El silencio de la Virgen no es efecto de la tartamudez y la impotencia; es un silencio de luz y de éxtasis, un silencio más elocuente, al alabar a Jesús, que la elocuencia misma… (Pierre de Bérulle, Opuscules de pieté, 39). María, Virgen del silencio, maestra y madre espiritual, enséñanos a acoger el don del silencio para escuchar a Dios y a callar para no caer en la tentación del chismorreo sobre los demás, de la envidia y de la calumnia.

de Emiliano Antenucci (Osservatore Romano 03 de agosto de 2020)